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Comunión
escrito por: Padre Simón Bautista
Simon Bautista

Saludos mis hermanos y hermanas, marzo es el mes en que recordamos el bautizo con fuego y sangre del profeta Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo del Salvador; también recordamos su nacimiento a la vida eterna hace ya treinta años.  Por eso quiero compartir con ustedes algunas de las ideas  de un sermón que escribí hace algunos domingos. Por favor observen que no voy a hablar de San Romero específicamente, pero voy esbozar algunos de los elementos claves que están a la base de su ser profeta y de todo gran profeta.

El llamado a los  profetas no es fortuito ni es fruto del azar; es un llamado con propósitos e intenciones claras, en circunstancias muy específicas: esclavitud y destierro, desobediencia de las leyes de Dios y distanciamiento de su proyecto de salvación, opresión e injusticias por parte de reyes y autoridades, desclasamiento de los líderes espirituales, olvido de los pobres y descuido de los huérfanos y las viudas; exilio, intimidación, encarcelamiento y fusilamiento de aquellos que usan las palabras para decir “basta”.

En medio de las realidades que desafían y ponen a prueba el sueño de Dios para su pueblo, Él  escoge y prepara a los  profetas, entrena  sus ojos y sus oídos, pone sus palabras en sus labios y los envía con instrucciones precisas: “Hoy te doy plena autoridad sobre reinos y naciones, para arrancar y derribar, para destruir y demoler, y también para construir y plantar.” Jeremías 1:10. Y lo más importante, Dios escoge a sus profetas de entre su propia gente.
El profeta entiende la urgencia de Dios y presta atención a su pregunta:” ¿A quién enviaremos y quién irá por nosotros? Entonces responde con el corazón resuelto: “Aquí estoy yo. Envíame a mí" (Isaías 6,8). El problema es que cuando el profeta entra en la rítmica de la urgencia de Dios, comienza a ver las cosas como las ve Dios, las escucha como Dios y las siente como Dios. Ese factor se convierte en un seguro generador de problemas entre él y aquellos que se aferran  al status quo, ya sea por miedo, por conveniencia o por ceguera. En ocasiones hasta lo confronta, al profeta, con aquellos por y para quienes está luchando.
Esto último nos conecta  con ese pasaje tan conocido del evangelista Lucas 4:21-30 donde Jesús recibe la descarga airada de sus compueblanos no solo por afirmar el cumplimiento en Él de las palabras del profeta Isaías, sino por declarar que la misericordia de Dios trasciende los muros del pueblo elegido y que alcanza  a todos los necesitados y marginados de la tierra. Entonces aquí cabe preguntarnos: ¿Qué es lo que realmente provocó la ira de los vecinos de Jesús, lo que dijo acerca de sí mismo al cerrar el libro de Isaías o lo que siguió diciendo? Obviamente lo que siguió diciendo, puesto que, de acuerdo a lo que leemos en Lucas, todo iba muy bien hasta que expresó cosas que parecían poner en cuestionamiento el concepto de raza elegida y clase predilecta de Dios.
En nuestra experiencia en América Latina sabemos que a la base de la extensa lista de perseguidos y empujados a la orilla del precipicio tal como hicieron con Jesus sus coetáneos, de los cientos de mártires y desaparecidos, está la intolerancia de unos pocos que no pudieron aceptar la verdad pura y simple que Dios y sus abundantes dones no quiere quedarse acorralado en los límites de las ambiciones y egoísmos de los ricos, satisfechos y establecidos. También sabemos que cuando alguien pone esa verdad en perspectiva, entonces está iniciando un camino al martirio. Eso es exactamente lo que sucedió con el Arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, con los Mártires Salvadoreños y los muchos mártires que ha dado a luz América Latina y el Caribe.
Si bien es cierto que no necesitamos más mártires, no es menos cierto que necesitamos más profetas.
Que el espíritu de San Romero resucite en nosotros y nos ayude a descubrir la “urgencia de Dios”